11 de octubre de 2007

Cambio de clima

Una fría tarde de abril, una de aquéllas en las que el sol ya se revela cansado por haber golpeado con fuerza durante más de tres meses, vi a toda esa gente caminando. Ya se notaba en sus pieles el cambio de clima, los poros de quienes habían elegido un polo o un pantalón corto se hinchaban, como queriéndose escapar, apurados, para buscar el cuerpo de alguien más abrigado.

Cientos de parejas de ojos que todavía no destilaban las lágrimas que el aire frío de invierno hace llorar. Pocas gripes ya transformaban las caras de algunos, hinchando y enrojeciendo sus narices y pómulos. Sin embargo, casi todos destilaban preocupación, ya que se acercaba la quincena y había que empezar a hacer los pagos de siempre y alguno que otro nuevo. Peor aún cuando abril es el mes de los colegios, cuando las billeteras y las cuentas bancarias se pelean con la educación de los hijos, rejuveneciendo los héroes de los billetes por tanto esfuerzo por estirarlos, para que duren un poquito más y otro poquito más... y otro más.

Noté que algunos no estaban con frío. También noté que ellos no se veían preocupados por gastos ni cuentas. Eran casi la misma cantidad que los que sí. Andaban, sí, algunos adoloridos, otros preocupados, otros como buscando algo sin saber por dónde empezar. Pero, la mayoría iba por ahí sin preocupaciones. Algunos se confundían con los niños mendigos de la calle, acercándose a los que caminaban más rápido para preguntarles algo que no lograba entender. Pero, como si con ellos no fuera, los transeúntes –los que sí evidenciaban frío y pocas ganas de pagar las cuentas anudadas como horcas- seguían sin inmutarse. A mí no se me acercaba nadie, ni siquiera los niños mendigos. Raro. Es que siempre se me acercaban. Pero hoy no.

Yo no sentía frío, pero sí estaba preocupado por las cuentas. Ya se venían los días de pago de deudas a los bancos y los vencimientos de los recibos de servicios públicos. Pensé que el dinero me alcanza con las justas, pero por suerte no es que me falte. Hay que ajustarse un poco nomás. Mientras pensaba en ello, la visión se me nubló un poco, casi imperceptiblemente, y sentí como que la presión me bajaba y se me tapaban los oídos, pero casi nada. No presté atención.

Un policía tocó su silbato al lado de mi oreja. Típico. Ni cuenta se da de que el ruido ése molesta a la gente. Por lo menos debiera de alejarse de las orejas más cercanas y no andar reventándole los tímpanos a quien tenga la desventura de cruzarse por su camino. “¡Oye desgraciado!, yo no tengo la culpa de que ese imbécil esté cometiendo una infracción”, pensé. Ya antes había discutido con policías sobre el mismo tema y no había logrado nada, así que me guardé mi rabia y traté de olvidarla, aunque mucho me costaría, como siempre.

Un par de mariconcitos pasaron por mi izquierda, pero no se voltearon a mirarme. Siempre he tenido jale con los maricas, desde muy joven. Mi esposa se ríe cuando pasan a mi lado y me hace muecas de que les gusté... Pero, esta vez ni me miraron. Una señora joven con sus dos hijitos pasa por mi derecha y me sonríe como si yo fuera cómplice de un secreto que nadie más sabe. Me pareció raro. Miré de izquierda a derecha y esperé a la luz roja para cruzar la pista. Había como 50 personas en la misma esquina, el doble o más de lo normal a esa hora de la tarde. En realidad, había en todas partes más del doble de gente que de costumbre. Algunos con frío, otros así nomás, sin problema por el cambio de clima.

Me acerqué al puesto de periódicos y la señora que atendía ni me miró, aunque normalmente me saludaba. “Estará preocupada por algo”, supuse y seguí leyendo las noticias. Las de siempre, “Toledo con desaprobación del 75% en última encuesta de Apoyo”, “Los congresistas cobraron un sueldo más por escolaridad”, “Telefónica es acusada por AT&T por cancelar arbitrariamente su línea para llamadas al exterior”, “Bush dice que Saddam ha muerto, pero no han encontrado su cuerpo”, “Bocona aclara a Gise y ella quiere canearla”, etc...

De repente, una ambulancia de los bomberos aparece por la esquina de enfrente y da la vuelta rápidamente, con la circulina encendida y el altavoz que chillaba escandalosamente, silenciando por un momento el llanto de un niño engreído que llama a su mamá para que le compre un póster de Spider-Man. De cuando en cuando, la voz de un bombero se escuchaba por el altavoz: “auto azul, muévase, deje pasar”. Por supuesto, como siempre, los carros interrumpían el paso y no se movían. No faltaban los vivos que se ubicaban detrás de la ambulancia para pasar más rápido. El policía del pito ni caso. Estaba muy ocupado mirando a una chica y haciéndole señales para que se fije en ella el panadero que le estaba vendiendo su empanada obligada de las 6 de la tarde.

A un minuto de la ambulancia, a mayor velocidad pero con igual dificultad para pasar, se apresuraban unidades móviles de varios medios de comunicación. Aparecía una tras otra, entrando todas desde distintas calles. La gente empezó a correr hacia la zona donde estaba mi casa, pero sólo los que tenían frío. Los otros no.

Me dio curiosidad, así que me alejé del puesto, pasé frente al policía que hablaba con el panadero -con la boca llena y las dos manos pegadas al plástico baboseado de su empanada- acerca de la chica que acababa de pasar. Crucé la pista y vi que la ambulancia se estacionaba frente a la puerta de mi casa. Me pareció muy raro, porque a esa hora no había nadie ahí. Mi esposa estaba trabajando y mis dos hijos estaban con sus abuelos, ya que a ellos les tocaba recogerlos del colegio y llevarlos al cine ese día de la semana, como siempre.

Los bomberos preguntaron a la empleada de los vecinos si había alguna forma de entrar a mi casa por el techo de la suya, lo que me pareció más extraño aún. Pensé que tal vez algún ladrón se habría metido escapando y se habría accidentado al tratar de subir por mi techo. Me acerqué más y vi cómo los bomberos entraban por la casa del vecino hasta la mía y desaparecían, al mismo tiempo que desaparecían las decenas de palomas que se apostaban ahí a esperar a la señora que les traía comidita todos los días a las 5 de la tarde. Las cámaras de televisión y los fotógrafos se empujaban unos a otros para tratar de entrar detrás de los bomberos, pero un par de serenos que acababan de llegar se pararon en la puerta e impidieron el paso. La empleada cerró la puerta.

Dos minutos más tarde, un bombero salió por la ventana de mi dormitorio y gritó a otro que lo esperaba fuera de la ambulancia que le abriría la puerta, que saque la camilla, que se apure, que ya no se podía hacer nada. Me asusté mucho más y empecé a pasar entre los curiosos. Me acerqué a la puerta de mi casa, pero la cantidad de gente que había no me dejaba pasar. Empecé a gritar “¡es mi casa, déjenme pasar!”, pero nadie me hacía caso. Tenía miedo, mucho miedo. ¿Y si mi esposa había llegado antes? ¿Y si mis hijos no habían querido ir al cine y los abuelos los habían regresado? ¿Y si estaban todos en casa y alguno de ellos estaba en problemas?

Logré pasar entre las decenas de curiosos y metí la mano a mi bolsillo para sacar mis llaves. En el momento justo en que metí la llave a la cerradura, los bomberos de adentro abrieron la puerta y me tuve que hacer a un lado para que entre la camilla. Me cerraron la puerta y tuve que recoger la llave que se había caído al suelo. Pasó medio minuto hasta que encontré la llave y mil horas en mi cabeza pensando en todas las posibilidades, desde la más absurda hasta la más grave. Los nervios se apoderaron de mis manos y no lograba abrir la cerradura. De inmediato, los bomberos volvieron a abrir la puerta y sacaron la camilla con una persona recostada sobre ella. “Permiso, permiso”, decían mientras yo repetía lo mismo para que me dejen pasar y ver qué sucedía. “¿Quién está en esta camilla?”, pregunté aterrorizado mientras notaba que la manta cubría todo el cuerpo y el rostro de la persona que yacía sobre ella. “Ojalá que sea un ladrón...”, pensé mientras los periodistas se arremolinaban alrededor del cuerpo que los bomberos llevaban a la ambulancia.

Un fotógrafo, en su afán de conseguir la mejor foto del incidente, levantó la manta y dejó ver el rostro del accidentado. Los bomberos lo taparon de nuevo sin que nadie se diera cuenta de quién era. Empecé a gritar desesperado. Quería saber. Necesitaba saber. Un bombero gritó “¡dejen pasar, ya está muerto, dejen pasar!”, pero eso incitó a los periodistas a acercarse más en lugar de alejarlos.

Mucha gente pasaba por la zona sin interesarles lo que pasaba, como si no existiera para ellos la escena. Me di cuenta de que era la misma gente que no sentía frío ni se veía preocupada por los pagos de la quincena.

Me acerqué a la ambulancia y uno de los periodistas volvió a retirar la manta del rostro de quien yo quería que fuese un ladrón que tuvo la mala suerte de resbalar al querer escapar por el techo de mi casa. Esta vez, la manta descubrió todo el rostro. Se veía morado, pálido, irreconocible. Era un hombre como de mi edad. Respiré tranquilo por un momento. “No es mi esposa ni son mis hijos, era un ladrón”. Pero, la camisa que usaba me era familiar. Era una camisa blanca de terno, como cualquier otra, sin embargo, me era muy familiar. Miré a mi alrededor y la vecina había salido. Estaba hablando con el bombero que entró primero. Me acerqué para identificarme, averiguar algo y ver si era necesario que tomaran mi declaración, pero ni el bombero ni la vecina me dieron importancia alguna. “Soy el dueño de la casa”, le dije al bombero, sin que éste se voltee a verme.

“Era un buen señor”, dijo la vecina entre sollozos. La sentaron, le dieron un vaso con agua y le preguntaron por el nombre del fallecido. Ella, con un escalofrío, se volteó hacia donde yo estaba, y, retirando la mirada, dijo mi nombre. Me volteé hacia la camilla, que ya estaba adentro de la ambulancia, y sentí frío por primera vez, pero no un frío por el cambio de clima, sino porque me di cuenta de que el cuerpo que se llevaban era el mío.

12 ABRIL 2003

7 comentarios:

  1. No quiero sonar odioso.
    Pero me las olía desde el principio.
    Pero me gustó mucho la relación de 2 grupos d personas distintas.
    Los preocupados, abrigados, chismosos y con deudas.
    Y los otros.
    Me sentí identificado con los 2dos, q los imagino los más jóvenes.
    Me dio risa la palabra "Comidita".
    Pero en general no está mal.

    Q te vaya bien!

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  2. Hola!
    Si, desde el principio uno intuye en la muerte del narrador,
    me encantó la forma en que describes como los poros de algunos querían escapar hacía otras personas más abrigadas

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  3. Hola!
    Si, desde el principio uno intuye en la muerte del narrador,
    me encantó la forma en que describes como los poros de algunos querían escapar hacía otras personas más abrigadas

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  4. Me gusto el cuento, la verdad no me oli lo de la propia muerte, es que al principio pense que era una cronica , pero muy detallista, bacan, es muy visual y cinematografica, casi como para un guion de corto,.."la bolsa baboseada..."buena...y ya que tengo la rara ocasion de preguntar al autor del cuento...de que murio?

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  5. Muchas gracias por el comentario :) No se sabe de qué murió, su fantasma sigue vagando por el mundo tratando de averiguar qué pasó... Si eres muy curioso, tal vez lo veas...

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  6. muy buena la historia ademas q es muy interesante atrapa al lector hasta llegar al final, profesor.

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  7. Muchas gracias. En este mismo blog hay otros cuentos y poemas. Espero que te gusten.

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