11 de octubre de 2007

La Inquisición más grande

(Charla presentada en el Centro Cultural ADUNI de Los Olivos el 28 de marzo de 2007)

¿Qué nos distingue de los animales no humanos? Filósofos, teólogos y científicos han ensayado numerosas respuestas y podríamos ser suficientemente generosos como para admitirlas todas. Los más materialistas discuten sobre inteligencia e instinto, los más espiritualistas reducen todo a la capacidad de acercarnos a lo divino. Para los fines de esta exposición, prefiero intentar aportar mi propia respuesta, definiendo al ser humano como el único animal capaz de olvidar a propósito para sobrevivir con una precaria sensación de seguridad.

Nadie puede asegurar si existe o no algún dios. El aceptar sin dudas la existencia de un ser superior a nosotros es tan ilógico como el predicar la certidumbre de que no existe. En medio de estos dos extremos se han movido todas las filosofías humanas. Si vivimos una vez, si vivimos varias; si renacemos para vivir eternamente en cuerpo y espíritu o si somos parte de un ciclo de acciones y reacciones que nos llevan de especie en especie, vida tras vida; si todo termina al morir o si realmente es ahí cuando empieza lo real... El ser humano es un tonel de preguntas sin responder donde no importa qué contenido se vierta. Vino, agua o excremento, no importa con tal de que se sienta pleno.

Definiré para centrar mi punto de vista (que de eso solamente se trata esta exposición) fe, religiosidad y religión. Aclaro nuevamente: esta es una interpretación personal, basada en mis años de experiencia y búsqueda, años que hoy me tienen mirando la vida desde un escalón que he marcado con el siguiente eslogan: “La vida no se trata de encontrarse a sí mismo, la vida se trata de crearse a sí mismo”. Ninguno de ustedes tiene el deber de aceptar estas definiciones como si fueran de la Real Academia de la Lengua, ni tampoco pretendo crear nuevas categorías para libros de consulta. Nada sería más contrario al librepensar que defiendo con enfermiza perseverancia y escasa receptividad.

Empiezo con la fe. La fe no es ciega. La fe ve todo y entiende que hay que creer lo que uno no puede explicar. Si yo no creyera que este suelo existe, no podría confiar en que me sostendrá cuando me ponga de pie. La fe es la base de todo conocimiento humano. Para creer que los planetas se sostienen entre sí por la interacción de sus masas que se atraen en un equilibrio matemático inexplicable uno necesita tener fe. A partir de esa fe es que surgen las posibles explicaciones, las fórmulas matemáticas y las leyes de la física. La misma fe que hace que una dama pida a su dios o sus ángeles por el bienestar de su hijo viajante es aquella que hace ganar premios a los más notables científicos.

Pero, ¿qué diferencia a la fe religiosa de la fe científica? ¿La constatación de pruebas? No necesariamente. Es el objeto de estudio más bien. Cuando dejamos de ver para creer y empezamos a creer para ver, es ahí cuando surge la fe religiosa. Cuando sentimos el suelo bajo nuestros pies y creemos en que no nos vamos a hundir en el vacío, estamos ante la fe científica, una fe que recoge su materia prima de la percepción de los sentidos (engañosos, imperfectos, limitados) y que procesa mediante la herramienta de la inteligencia un discurso lógico que ata cabos sueltos y brinda conclusiones repetibles en laboratorios. Cuando tratamos de explicar la aparición de ese suelo, su necesidad y el plan (o el planificador) detrás de este, estamos ante la fe religiosa. La fe científica busca explicar el funcionamiento de lo que existe y la fe religiosa su sentido más allá de lo evidente.

La religiosidad, por su parte, es la forma personal en que cada quien decide vivir su fe religiosa. Cada quien tiene su propio par de ojos y decide mirar lo que más tranquilidad le traerá a su vida. También tiene su propio par de párpados y decide cerrarlos ante aquella información que puede alejarlo de la tranquilidad que requiere para satisfacer sus necesidades más básicas sin cuestionar su propósito en este mundo. Al fin y al cabo, para servirse un plato de comida es necesario tener el hambre suficiente que nos permita comerlo. Como seres libres, tenemos derecho a vivir nuestra propia religiosidad y nadie tiene por qué pretender que adoptemos la suya. Es en este punto donde aparece la necesidad de definir “religión”.

Una religión es la estructura de opresión creada a partir de la religiosidad personal de alguien que pretende mediante ella conseguir algún beneficio personal, ya sea fama, seguidores, poder, dinero o lo que sea que sus carencias lo hagan buscar. Hay personas cuya religiosidad personal es más elaborada y con ella buscan “salvar” a los demás de los “errores” que ellos ya han superado. Por definición, entonces, quien crea o promueve desde una posición de liderazgo una religión tiene un complejo de superioridad que lo hace sentirse un Mesías o un salvador de quienes están en un nivel menor de comprensión intelectual, emocional o espiritual.

Concluimos entonces que es característica intrínseca a las religiones el que busquen sembrar divisiones, sea cual fuere su discurso. Es por ello que a las religiones organizadas suelo llamarlas sectas, ya que representan sectores fundamentalistas del pensamiento humano enfrentados a otros. Por naturaleza son irreconciliables, ya que no pueden convivir dos reyes en un mismo territorio.

Mientras más intereses (o interesados) dirijan una religión, esta se vuelve más cruel. Surgen los enfrentamientos internos y los seguidores –muchas veces un rebaño de personas de buena voluntad y poco interés en pensar que solo necesitan alguien que los lidere para sentirse seguros- quedan a la merced de sus líderes, personas generalmente no bien intencionadas con agendas propias que pretenden –con el esfuerzo, la limosna y el servicio de otros- recibir un premio eterno (o, si son descarados, inmediato) a su “superioridad” e incuestionable liderazgo descendido de los cielos.

La crueldad interna de una religión se vuelve hacia fuera de manera absolutamente espontánea y como consecuencia inmediata de su propia existencia. Surge el afán por ganarle a “la otra religión”, que siempre es peor, falsa o malintencionada. Solo cuando la estrategia de la confrontación hace que los adeptos pierdan la credibilidad en sus líderes es que aparece la “aceptación” o la “cooperación”. Pero siempre es una aceptación pública, externa, mientras que en el corazón de la secta solo se cocina el intento de atraer más gente y de menospreciar a quien no piensa igual.

La secta católica desarrolló durante siglos el sistema de proselitismo violento más estudiado –y más olvidado a la vez- de la historia. En la búsqueda por hacerse del poder en todos los niveles –económico, religioso, político, social, educativo, familiar, sexual- se instauró un sistema para juzgar a quienes osaran contradecir el status quo de un imperio que propagaba el amor al prójimo con bulas, veredictos, fuego, suplicios, tecnología de tortura y sujeción, armas y litros de sangre inocente derramada en nombre de la “salvación del mundo”. La “Santa” Inquisición fue el campo de concentración más extendido y apoyado por reinados y naciones en toda la historia.

Todos conocemos, unos más, otros menos, los atroces detalles de las cacerías de brujas, los excesos contra los judíos que no quisieron renegar de la estrella de David para cargar la cruz de Cristo, las matanzas por millares de indígenas que rociaban como última ofrenda su sangre a los Apus y la Pachamama. No solo conocemos todo ello, sino que convivimos con y hasta respetamos a una organización que mató a millones y aceptamos sin chistar que nos planten sus símbolos en nuestras oficinas de gobierno, que juzguen nuestras vidas, que critiquen nuestras estructuras y condenen nuestros hábitos. El gran tirano vino, vio y venció y hoy le ponemos el más alto grado de aprobación en las encuestas de popularidad.

Pero, algunos dicen, ya la Inquisición no existe y la Iglesia Católica ha pedido perdón por sus bestialidades, las cuales –dicen- debemos entender y excusar con la mirada de los tiempos en que sucedieron. Pero, nos hemos dejado engañar, una vez más. Y nos dejamos engañar día tras día.

La Inquisición no mataba cuerpos, eso era un mecanismo secundario para conseguir el fin primordial: cosechar mentes. Sí, al más puro estilo de The Matrix. Ese es el mayor crimen de la Inquisición más grande, la Inquisición de siempre, la que existía antes de las matanzas, las hogueras y las mazmorras, la que sigue existiendo en nuestras escuelas, en las juramentaciones de políticos, en las mesas de los jueces corruptos que no imparten sino que parten justicia, en las urnas construidas arbitrariamente por alcaldes en los parques de los distritos de un país que no tiene religión oficial hace casi 30 años, algo de lo que nadie se ha dado –o no se quiere dar- cuenta.

Cada vez que vemos a un Cipriani sentado a la diestra de un presidente en un acto público, ahí sigue redactando sentencias la Inquisición. Cada vez que un Wojtyla o un Ratzinger reciben a un Excelentísimo señor presidente de algún lado y se toman la foto que saldrá en la primera plana del día siguiente, detrás de las cortinas del salón asoman los cazadores de brujas; cada vez que una pareja no puede dormir porque está juntando centavo tras centavo para bautizar a su recién nacido, ahí está un clérigo condenándolos a la hoguera eterna; cada vez que una mujer llora porque no ha conseguido quién la lleve al altar, ahí están los jueces de la Inquisición sonriendo de lado mientras ella es acusada con miradas de amante de demonios y participante de aquelarres modernos. Cada vez que un político se defiende de un ataque respaldando su integridad moral en sus creencias católicas tradicionales, estamos ante los jueces de la Inquisición que dicen que fuera de su iglesia no hay santidad posible.

La secta más poderosa del planeta, la Iglesia Católica, se ha vestido de oveja para colarse en medio del rebaño y devorar con sus fauces a los cándidos, que son los más. Peor aún, es un lobo vestido de pastor, que ha venido engañando a miles de millones de seres humanos a través de la historia y haciéndoles temer un futuro estructurado en volúmenes de reflexiones teológicas y escatológicas. Controlan mediante el terror a lo desconocido a masas que eligen gobernantes corruptos que transan con el cielo para llenarse los bolsillos en el infierno.

Hay quienes se preguntan lo siguiente: “¿Si Jesucristo regresara, estaría de acuerdo con cómo están llevando sus seguidores su iglesia?”. Muchos se aventuran, desprevenidos, a responder que no. Lo siento, mi experiencia y lo que conozco sobre esta institución tiene que defraudarlos. Jesucristo estaría feliz: a él le encantaba andar entre publicanos, ricachones, glotones, pecadores y prostitutas.

1 comentario:

  1. Tu artículo excelente. Me ha parecido impecable tu enfoque. te felicito.
    Miguewl

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