11 de octubre de 2007

Me di cuenta

Una noche el frío calaba los huesos, destruyendo la posibilidad de recordar que alguna vez hizo calor. Fue entonces que pude notar la presencia, a pesar de que todos decían en esas conversaciones largas (y a veces aburridas) en el bar, que no se podría saber de ello con certeza jamás. Ellos me habían dicho, años atrás, que todo aquél que había intentado verlo, había muerto al instante. Que era fuego, luz, que no tenía forma, que era una sensación. En otras épocas, otros me habían dicho que nadie sabía si existía o no. De pequeño me dijeron que no debía intentar verlo pero que él siempre me vería, haga lo que haga y me esconda donde me esconda.

Bueno, nunca les dije que noté la presencia, no lo vi, solo me di cuenta de que ahí estaba. Es que, no sé, fue como que una presión atoró la boca de mi estómago y no me dejó respirar. Tal vez algunos se asustaron y por eso murieron. Quizás les dio paro cardíaco o respiratorio por la edad o la impresión, y como en esa época le echaban la culpa de todo a la brujería, al diablo o a los santos ángeles, sería probable que pensaran que eso era castigo por haber intentado verlo.

Después de esa sensación, sólo quedó un sabor agridulce en mi garganta y una parálisis que no me permitía diferenciar mis piernas de mis brazos. Sería la presencia o un ataque de nervios por el examen que se me venía.

Siempre fui nervioso, pero no sé si tanto. Es que nunca había sentido eso, y no pudo haber sido el examen.

¿Acaso debía salir a contárselo a todo el mundo? ¿Para que todos se rieran de mí? “Toma tus pastillas relajantes y listo hermanito”, sería la respuesta más sensata que recibiría. Ni siquiera mi psicoterapeuta me tomaría en serio. Ya le había hablado de los fantasmas que había visto de chico y de la experiencia rara que tuve cuando viajé a Toledo, cuando guié a todo el grupo por las calles de la ciudad sabiendo perfectamente por dónde iba. Incluso predije lo de la tienda de espadas y el burrito amarrado a la puerta. Pero dijo que era coincidencia. Así que esto no me lo iba a creer nadie.

Además, ¿qué méritos había hecho yo para sentir esa presencia? Nada que supiera. Era mediocre en los estudios y el trabajo, no era un marido sobresaliente y fiel ni un padre ejemplar -¿qué padre ejemplar se iría con sus amigos a tomar al bar cuando el hijo estaba con fiebre? Pero, tal vez no se necesitaba un mérito especial para sentir la presencia. Tal vez solo se le había dado la gana de estar en ese momento y de que yo me diera cuenta de que estaba ahí. Tal vez ni siquiera se le pueda dar la gana de nada.

Finalmente, ¿qué me importa lo que ellos piensen? ¿Por qué siempre tengo que contarles todo y esperar su aprobación? También tengo mi vida interior y hay cosas que son mías y de nadie más. ¿Acaso le he contado a alguien cómo fui violado por ese empleado de mi casa cuando tenía siete años? Eso nadie lo sabe, ni siquiera mis padres (que en paz descansen). ¿Y acaso saben que me intenté suicidar hace siete años cuando perdí a mi segunda hija? Ni siquiera sabían que mi amante había estado embarazada, ni siquiera sabían que tenía una amante.

¿Qué me importa si alguien sabe de estas cosas? Y menos me va a importar si alguien sabe que noté la presencia esa noche fría.

04 DICIEMBRE 1998

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