11 de octubre de 2007

Del corazón

Cada vez que sonaba esa canción, miraba por la ventana a ver si venía por el camino. Pero, no. Hasta ahora, todas las veces que la canción moría, moría también la alegría en su debilitado corazón al que se le arrancaba –de un tirón- la esperanza, tanto que ella no llegaba a distinguir si el dolor que sentía venía de su enfermo corazón -destinado a un final sin aviso por la junta de médicos del hospital donde su mamá era enfermera hacía 18 años, dos después de que ella naciera en otro hospital en que su papá era médico, aquél donde se conocieron y de donde mamá había sido alejada por los incurables celos del director, pero esa es una historia que ya no quería recordar- o de la pena que le daba el no verlo desde que ella se enteró de su enfermedad y –estúpidamente confiada- se lo contó.

“¿Por qué se lo conté?”, era la frase que atormentaba su cerebro y aceleraba peligrosamente el palpitar de su corazón cada vez que recordaba los maravillosos instantes que vivió con él y que –estúpida, más que estúpida- creyó durarían toda la vida. “Hubiera preferido miles de veces que no lo supiera y se quedara conmigo hasta morir de pronto y sin aviso”. Y lloraba. Y no paraba de llorar. “Pero, él no se merece este llanto y esta pena”, mientras sus manos recogían –cual palas de enterrador- del borde de sus ojos y nariz las lágrimas que, en ese momento, la avergonzaban. “Aún sabiendo que me dejó porque estoy enferma, no puedo dejar de quererlo con todas mis fuerzas”, y las lágrimas –ennegrecidas por el maquillaje que no se había lavado al acostarse- rodaban otra vez, ahogando la tristeza que su corazón no podría soportar ni siquiera si estuviera sano.

Lo peor de todo es que la canción estaba de moda y sonaba cada dos minutos en alguna radio o en la tele. “¡Maldita canción!”, y miraba otra vez por la ventana, soñando ver, aunque sea una vez más, su limpio abrigo caqui volando a la altura de sus muslos, pero no como aquel día “¡maldito día!” en que se fue y dijo “ya vuelvo, mi amor”. Nunca más supo de él. Viajó, decían en su casa. Se mudó, le dijeron dos amigas que lo vieron meter sus cosas en un camión de mudanzas rojo con letras blancas. No sabía adónde estaba, pero lo que sí sabía era por qué no estaba ahí con ella. Otra vez el insoportable dolor en el pecho, el mismo pecho sobre el cual él descansó –angelical, dulce- tantas noches, agotado de amar tanto a quien lo amaba tanto.

Día y noche recordaba –¡casi los sentía!- sus cálidos abrazos y día y noche los necesitaba. “Pero si el maldito me dejó cuando se enteró de mi enfermedad, ¡cobarde! No me amaba”, y las lágrimas se endurecían en la mejilla y en la manga de su camisón. Aún así, lo quería más que cuando la dejó. Ella le dijo que su último deseo era morir en sus brazos y que lo último que quería oír era su voz diciéndole “te amo”. No debió decírselo, eso pensaba, pero era ya tan tarde. Y no perdía las esperanzas de verlo otra vez regresar y tocar la puerta con un ramo de rosas rojas en la mano y esa sonrisa tímida de galán que le derretía el alma y la llevaba a las estrellas.

Otra vez el dolor de corazón, pero más fuerte. Esta vez no era de la enfermedad, era la falta de su amor. Claro, había tenido ya suficiente tiempo sola como para aprender a distinguir cada causa de sus dolores.

“¿Así habrá visto él la casa cuando se fue?”, se preguntó mientras se daba cuenta de que ya no estaba adentro, sino paseando por la callecita de enfrente, la callecita en que él le dio el primer beso hacía 3 años. Y la callecita cambiaba, se volvía irreconocible a medida que ella se alejaba de la casa que la vio nacer y en la cual había vivido siempre. Las luces crecían alrededor de ella y la envolvían, aunque era de noche, brillaban más que el sol durante el día.

“Hola, mi amor”, te estaba esperando. Su voz era la misma, calmada y dulce. “No podría haberte visto morir y no podría haber vivido sin ti el resto de mi vida, por eso me adelanté para esperarte”. Por fin entendió por qué él nunca había regresado por el camino de siempre.

Se tomaron de la mano y sus lágrimas ya no se ennegrecían ni se endurecían, sino que reflejaban esa intensa luz que los envolvió para siempre. Hoy, su llanto fue de alegría y dejó de dolerle el corazón. Otros eran quienes, allá en su casa, lloraron de tristeza desde ese día y por mucho tiempo.

04 MARZO 2002

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